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faisanes, las grullas o los ciervos; cada animal debía ser trinchado del modo que le era propio, fuera jabalí
o ternera de leche o bien gamo o cochinillo.
Además el Trinchante debía respetar unas reglas especiales en la preparación de los bocados reales.
Muy elegante en sus vestimentas y gestos, limpísimo, debía saber afilar a la perfección los numerosos
cuchillos que formaban su especialísimo equipo.
Era fundamental que las hojas fueran muy cortantes y se mantuvieran relucientes y «libres de todo
rastro de grasa y de herrumbre» Por si era necesaria, llevaba en el cinturón un estuche con la aguzadera,
una varilla de madera de salce, mojada y engrasada con polvo de amoladura. Este utensilio le permitía dar
el último y delicadísimo afilado a las hojas.
Cuando el Trinchante rebanaba una carne, solía adelantarse graciosamente con los pies juntos y realizar
su obra con el menor número posible de cortes, sin ensuciarse nunca con jugo o grasa; éstas eran las
reglas.
Había varias escuelas sobre el modo de trinchar, y los milaneses esperaban el momento de las carnes
para juzgar. Por la elegancia del Trinchante, la precisión de su trabajo y, sobre todo, por la escuela que
seguía, todo verdadero gentilhombre podía valorar el refinamiento de la Corte.
En cuanto el Rey estuvo sentado a la mesa, el primero en moverse fue el servidor de aguamanos; llegó
con un aguamanil de plata cubierto con una tobaja bordada y una palangana también de plata, fue hacia el
Maestresala y se arrodilló. El Maestresala, tras acercarse a su señor con una tobaja sobre el hombro,
después de las debidas reverencias, besó el paño que estaba sobre el aguamanil, lo puso sobre la mesa
delante del soberano y apoyó encima la bacía. Con la izquierda vertió el agua sobre las augustas manos,
con la derecha cogió la toalla que tenía sobre el hombro y, tras besarla, la ofreció a su Rey. Apenas hubo
ejecutado su tarea retiró la palangana y, después de algunas reverencias, devolvió todo al servidor de
aguamanos.
La ceremonia se repetía con el agua de rosas.
Los invitados milaneses más importantes también habían tenido, si bien de un modo más sencillo, su
agua de rosas para las manos.
Ahora que el rey Fernando y sus huéspedes de honor habían sido homenajeados suficientemente, podía
darse inicio al banquete.
La decisión del rey Fernando de obligar a todos al luto más estricto no ayudaba desde luego a crear un
marco de jovialidad en torno a la cena. Los caballeros de negro y las damas veladas y de duelo conferían
un aspecto surreal a la sala porque, no obstante el forzado pesar, el brío y la hilaridad eran generales.
Una extraordinaria sucesión de viandas comenzó a llegar a la mesa real y a las mesas bajas que estaban
más cerca de ella. Primero se llevó la fruta en grandes cestos decorados con papeles de varios colores,
adornados con figuras alegóricas doradas y plateadas; membrillos cocidos, peras, pasas de uva e higos
secos de Nápoles y de Esmirna; castañas asadas a las brasas, naranjas agrias, cidras, limones y frutas
confitadas, nueces y avellanas llenaban los cestos suntuosos y variopintos.
Luego llegó el turno de los ocho guisos: guiso de manos de carnero, una menestra de almendras y
enebro machacados y disueltos en caldo de carnero con trocitos de pata del mismo animal, con el añadido
de leche de almendras y azúcar en abundancia.
El segundo de los guisos que se sirvieron fue el de asadura, para el cual se cocían en una olla aparte las
vísceras de un cabrito que, tras ser cortadas en daditos, eran sofritas en tocino con cebolla. En ese punto
se añadían, muy bien machacadas en un mortero, unas almendras tostadas, y el hígado del cabrito, asado a
la brasa, con un buen trozo de miga de pan embebido en vinagre blanco. Pasado todo por el cedazo se
diluía con caldo graso, se hacía cocer con una salsa de especias y, por último, se servía en las escudillas,
poniendo en cada una de ellas un par de huevos. Era importante que la menestra tuviera un vago sabor a
vinagre.
Después fue el turno de un guiso denominado el primo, el segundo, el tercio. Este último era a base de
cilantro verde finamente desmenuzado y machacado en el mortero con cilantro seco, almendras y nueces
tostadas; luego se hervía el compuesto con salsa de especias variadas, añadiendo mucho azafrán, un buen
caldo graso y después vinagre y azúcar; cuándo la menestra había alcanzado la debida consistencia se
servía espolvoreándola con abundante azúcar y canela.
Más tarde hicieron su aparición los potajes de capón armado, luego la sopa de hígado condimentado y
más guisos, de sémola y de farro. Se lavaba el farro dos o tres veces en agua fría y después, en una olla
con caldo de gallina, se hervía hasta mediada la cocción; entonces se añadía leche de almendras y azúcar
(que fuera del bueno), y se mantenía sobre el fuego hasta que espesara. Tras dejarlo reposar, se servía con
canela y azúcar. «Era un guiso tan delicado que podía ser útil incluso a los enfermos»
Con el estómago puesto a punto por las menestras ahora era fácil afrontar las comidas más nutritivas.
Por eso llegaron a las mesas numerosos pasteles, en verdad soberbios, como el de cabrito con
berenjenas y también las renombradas berenjenas a la morisca, que primero se freían y luego se cocían
con queso rallado, cilantro molido y caldo graso. No faltaban las calabazas fritas con relleno y caldo de
carne, además del arroz en cazuela al horno.
Las viandas eran presentadas a la mesa alta con muchas reverencias, cambiando la servilleta en cuanto
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