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debajo del pupitre, aún a riesgo de que me pillen con las manos en la masa, hago girar
la llave del tiro de la estufa. Nadie me ha visto; es posible que las llamas, ahogadas,
no lo hayan quemado todo. Lo sabré cuando termine la clase. Mientras, escucho:
pasados algunos segundos, ya no se oye el crepitar de la estufa. ¿Es que nunca van a
dar las once? Ni siquiera me doy cuenta de lo que estoy copiando, algo así como «dos
piezas de tela que, tras ser lavadas, han encogido 1/19 en su longitud y 1/22 en su
anchura». Por lo que a mí respecta, pueden encogerse hasta desaparecer sin que me
importe un pito.
La señorita Sergent nos deja y se marcha a la clase de la señorita Aimée, sin duda
para contarle la jocosa historia de las cartas y poder reírse a dúo. Apenas desaparece
la maestra, Anaïs alza la cabeza y todas la miramos con avidez: hay surcos en sus
mejillas, sus ojos están hinchados a fuerza de frotárselos y permanece con la vista
obstinadamente fija en su cuaderno. Marie Belhomme se inclina hacia ella y le dice,
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con tumultuosa simpatía:
––Bien, amiga mía, me parece que en tu casa te van a dar para el pelo. ¿Decías
muchas cosas en tus cartas?
Sin levantar la vista, Anaïs contesta en voz alta, para que podamos oírla todas:
––Todo esto no me incumbe; las cartas no son mías.
Las chicas intercambian miradas de indignación.
––¡Habráse visto! ¿Qué te parece? ¡Vaya una embustera!
Por fin da la hora. Jamás, jamás tardó tanto en sonar. Me entretengo en mi pupitre,
ordenándolo, para quedarme la última. Luego, tras habernos alejado apenas una
cincuentena de metros, pretendo haberme olvidado el atlas y abandono a Anaïs para
salir volando a la escuela, diciéndole:
––¿Quieres esperarme un momentito?
Me deslizo silenciosamente en la clase vacía y abro la estufa: me encuentro con
un puñado de papeles chamuscados, que retiro con maternales precauciones. ¡Qué
suerte! Los de arriba y los de abajo se han perdido, pero los de en medio están casi
intactos. No cabe duda de que se trata de la letra de Anaïs. Guardo el manojo en mi
cartera, para leerlo en casa con toda tranquilidad, y me reúno como si nada con Anaïs,
que me espera inquieta. Nos marchamos juntas; ella me mira con el rabillo del ojo. De
pronto, se para en seco y suspira angustiada... Veo que su mirada está
fija en mis manos, ansiosamente, y me doy cuenta de que me las he tiznado al
tocar los papeles chamuscados. No voy a mentirle, eso es seguro, así que tomo la
delantera:
––¿Pasa algo?
––Has ido a buscarlas a la estufa, ¿no es verdad?
––¡Pues claro que he ido! ¡No iba a desaprovechar una ocasión como ésta para
leer tus cartas!
––¿Se han quemado?
––Afortunadamente, no; toma, mira aquí dentro.
Le muestro los papeles, aunque sujetándolos fuertemente. Clava en mí sus ojos y
menos mal que las miradas no matan, pero no se atreve a intentar arrebatarme la
cartera, segura como está de que se ganaría una buena paliza. La consuelo un poco;
casi me da pena:
––Escucha, voy a leer lo que no se ha quemado, porque si no reviento, pero te
prometo que esta tarde te las devolveré todas. No vayas a creer que soy tan malvada.
No se fía ni un pelo.
––¡Tienes mi palabra! Te las entregaré en el recreo, antes de entrar.
Se marcha desamparada, inquieta, más pálida y más larguirucha que nunca.
En casa, por fin, examino minuciosamente las cartas. ¡Qué decepción! Nada de
nada de lo que me había imaginado. Una mezcla de sentimentalismo bobalicón y de
indicaciones prácticas: «Pienso en ti siempre que luce la luna llena... El jueves, acuér-
date de llevar al prado de Vrimes el saco de trigo que trajiste la última vez, porque si
mamá me ve el vestido manchado de verde, ¡menuda bronca me espera!» Y luego
algunas alusiones confusas, que seguramente le recordarán al joven Gangneau esca-
brosos episodios... En resumen, un buen chasco, en efecto. Claro que le devolveré las
cartas, mucho menos divertidas que ella misma, siempre tan rara, fría y chistosa.
Cuando se las entrego, no da crédito a sus ojos. La alegría que siente al
recuperarlas le quita importancia al hecho de que yo las haya leído. Corre a tirarlas a
los retretes y, a su vuelta, ha recuperado su rostro hermético e impenetrable, en modo
alguno humillada. ¡Es una suerte ser así!
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Claudine en la escuela
Colette 67
¡Lo que faltaba! ¡He pillado un resfriado! Permanezco en la biblioteca de papá,
leyendo la loca Historia de Francia de Michelet escrita en alejandrinos. (Bueno, a lo
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