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hija por un trago de licor o unos cuantos pesos.
Valle, el más torpe de todos, pero el mejor informado sobre la capacidad de resistencia moral
del indio, hizo enérgico movimiento de convencimiento con la cabeza apoyando a su amigo.
Parecóles decisivo el argumento, y callaron. Y entonces Pantoja propuso:
yo les invito a hacer un paseo por el lago después de la comida para demostrarles que los
indios están como siempre y que no ha pasado nada con esa condenada.
Sería mejor saberlo antes dijo Ocampo.
Es fácil.
Y asomándose Pantoja a la puerta del comedor llamó a grandes voces a Troche, quién acudióp
al punto.
Oye, Troche: queremos pasear esta noche después de la comida por el lago y manda a
disponer algunas balsas. Que vengan los mejores remeros: Leque, Taquimani, Agiali...
Hace tiempo que Agiali espera.
¡Ah! ¿Y qué dice? preguntó mirando con ansiedad al empleado.
Nada.
¿Y a qué ha venido?
Dice que usted le ha llamado para preguntar por su mujer.
¡Y cómo sigue su mujer?
Dice que está bien...
Bueno, que entre y no olvide las balsas.
Salió Troche, y el joven riendo a carcajada, dio bromas a los cuitados:
¿No ven? El marido está aquí y n ha pasado nada. ¡Caray! ¡Ni que si fuesen mujeres! Si
llega el caso, yo solo me batiría con todos estos salvajes...
Los amigos callaron, sin dar importancia a la fanfarronada. Algunos sentíanse avergonzados de
haber hecho ostensible su inquietud.
Es Alejo, que... De seguro que aún no le llega la camisa al cuerpo dijo Ocampo para
sincerarse.
¡Así siempre son los poetas!
Y rieron todos, inclusive Aguirre, a expensas del escritor, que, sin responder, dolorido, alzóse
de hombros con aire desdeñoso y resignado.
En ese instante se presentó en la puerta Agiali. Venía emponchado y con el somrero entre las
manos. Estaba lívido y desencajado. Al verlo, miráronse entre sí los jóvenes y sonrieron,
aliviados de una penosa inquietud, satisfechos. Pantoja se le encaró:
Oye, ¿y cómo está tu mujer?
Agiali se estremeció y repuso sin vacilar:
Bien.
¿Y qué tenía?
Nada.
Su voz era breve y honda; pero no lo notaron los jóvenes, abstraídos como estaban en
saborear el dulcew apaciguamiento que había caído sobre su espíritu.
Bueno, anda al lago a preparar tu balsa; hemos de dar un paseo.
¿Y qué dicen ahora, maricas? preguntó el joven riendo más ruidosamente todavía cuando
hubo salido Agiali.
Mejor. ¡Figúrate los conflictos que nos habría acarreado si hubiese muerto esa linda hebra!
Teníamos la cárcel abierta de par en par.
O nos comían vivos estos salvajes.
Pantoja escuchaba sonriendo con sorna, pero visiblemente aliviado de una preocupación.
¡Vamos o no vamos, al fin? preguntó.
Vamos, hombre. Bien merecemos una hora de placer opinó Valle.
La comida fue ruidosa y en extremo alegre. Se vaciaron sendas botellas de vino y de cerveza,
pues cada uno sentía la necesidad de destruir completamente sus penosas cavilaciones de la
tarde, aturdirse con el gozo animal de vivir sin quebrantos, el alma despejada de zozobras,
felices y despreocupados. Y en medio de las risas y exclamaciones con que se pusieron a
rememorar el hecho, a instancias de Suárez, cada uno, creyéndose libre de toda culpa, daba
detalles del papel que le había cabido esempeñar en la hazaña:
Al verla tan fina, nadie hubiese sospechado que esa salvaje tubiese tanta fuerza. Yo la cogí
por la cintura y quise acharla al suelo, pero no pude. Es una raza de bronce confesó Pantoja.
¿Y yo? dijo Ocampo . Yo le tomé las piernas, pero cada patada me hacía bailar como a
un trapo.
Aguirre mostró su mano herida:
¡Casi me quita el dedo con los dientes!
Yo le cogí las manos y tuve que echarme encima para sujetarla. ¡Qué brazos! ¡Qué seno1
y puso los ojos en blanco.
confiesa que tu le diste el golpe añadió volviéndose a Pantoja.
Yo fui. No había otra manera de hacerla callar. Y le di con ganas, lo confieso.
Podías haberla murto.
no tanto; pero pensé haberle hundido el cráneo dijo Pantoja excitado por el vino.
¡Adelante entonces forzadores! exclamó Valle.
Encendieron el cigarrillo y se levantaron de la mesa.
¿Llevamos escopetas?
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