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tu familia; deja pasar este día y mañana vuelve a París. Tu padre habrá reflexionado por su lado como tú
por el.tuyo, y quizá os entendáis mejor. No vayas en contra de sus principios, simula hacer algunas
concesiones a sus deseos; aparenta que no tienes tanto interés por mí, y dejará las cows como están. Ten
esperanza, amigo mío, y estáte seguro de una cosa, y es que, suceda lo que suceda, tu Marguerite será
siempre tuya.
¿Me lo juras?
¿Necesito jurártelo?
¡Qué dulce es dejarse persuadir por la voz que amamos! Marguerite y yo pasamos todo el día
repitiéndonos nuestros proyectos, como si hubiéramos comprendido la necesidad de realizarlos más de
prisa. A cada minuto esperábamos algún acontecimiento, pero por suerte el día pasó sin traemos nada
nuevo.
Al día siguiente, a las diez, me marché y llegué al hotel a mediodía.
Mi padre había salido ya.
Volví a mi casa, esperando que quizá hubiera ido allí. No había ido nadie. Fui a casa de mi notario.
¡Nadie!
Volví al hotel y esperé hasta las seis. El señor Duval no volvió.
Tomé otra vez el camino de Bougival.
Encontré a Marguerite, no aguardándome como el día anterior, sino sentada al lado del fuego que ya
estaba pidiendo la estación.
Estaba lo suficientemente sumida en sus reflexiones para dejarme acercar a su sillón sin oírme y sin
volverse. Cuando posé mis labios en su frente, se estremeció como si aquel beso la hubiera despertado
sobresaltada.
Me has dado un susto dijo . ¿Y tu padre?
No lo he visto. No sé qué quiere decir esto. No lo he encontrado ni en su hotel ni en ninguno de los
lugares donde había posibilidad de que estuviera.
Vamos, será cosa de empezar mañana otra vez.
Me están dando ganas de esperar a que me llame. Creo que ya he hecho todo lo que teníá que hacer.
No, amigo mí o, no es bastante; tienes que volver a ver a tu padre, sobre todo mañana.
¿Por qué mejor mañana que otro día?
Porque dijo Marguerite, que pareció enrojecer un poi ante aquella pregunta , porque la insistencia
por tu parte le parecerá más viva, y con ello obtendremos antes el perdón.
Todo el resto del día Marguerite estuvo preoçupada, distraída, triste. Me veía obligado a repetirle dos
veces lo que le decía para obtener una respuesta. Achacó aquella preocupación a los temores que le
inspiraban para el futuro los acontecimientos acaecidos en los dos últimos días.
Pasé la noche tranquilizándola, y al día siguiente me hizo marchar con una insistente inquietud que yo no
lograba explicarme.
Como el día anterior, mi padre estaba ausente; pero, al salir, me había dejado esta carta:
«Si vuelve a verme hoy, espéreme hasta las cuatro; si a las cuatro no he regresado,
vuelva mañana para cenar conmigo: tengo que hablar con usted.»
Esperé hasta la hora indicada. Mi padre no apareció. Me marché.
Si el día anterior encontré a Marguerite triste, aquel día la encontré febril y agitada. Al verme entrar me
echó los brazos al cuello, pero estuvo llorando mucho tiempo entre mis brazos.
Le pregunté por aquel dolor súbito cuya progresión me alarmaba. No me dio ninguna razón positiva,
alegando todo lo que puede alegar una mujer cuando no quiere decir la verdad.
Cuando estuvo un poco más calmada, le conté los resultados de mi viaje; le enseñé la carta de mi padre,
haciéndole observar que eso podía ser un buen presagio.
A la vista de aquella carta y del comentario que hice redoblaron las lágrimas hasta tal punto, que llamé a
Nanine y, temiendo un ataque de nervios, acostamos a la pobre chica, que seguía llorando sin decir una
palabra, aunque me cogía las manos y las besaba a cada instante.
Pregunté a Nanine si, durante mi ausencia, su ama había recibido alguna carta o alguna visita que hubiera
podido motivar el estado en que la hallé, pero Nanine me respondió que no había venido nadie ni le habían
traído nada.
Sin embargo algo había pasado desde el día anterior, tanto más inquietante cuanto que Marguerite me lo
ocultaba.
Por la noche parecía un poco más calmada; y, haciéndome sentar al pie de su cama, me reiteró
largamente la certeza de su amor. Luego me sonrió, pero haciendo un esfuerzo, pues a pesar suyo las
lágrimas velaban sus ojos.
Empleé todos los medios a mi alcance para hacerle confesar la verdadera causa de aquella pesadumbre,
pero se obstinó en seguir dándome las vagas razones que ya le he dicho.
Acabó por dormirse entre mis brazos, pero con ese sueño que destroza el cuerpo en lugar de hacerlo
descansar; de cuando en cuando lanzaba un grito, se despertaba sobresaltada y, tras cerciorarse de que
seguía a su lado, me hacía jurarle que la querría siempre.
Yo no lograba entender esas intermitencias de dolor, que se prolongaron hasta la mañana. Entonces
Marguerite cayó en una especie de sopor. Llevaba dos noches sin dormir.
Aquel descanso no duró mucho.
Hacia las once Marguerite se despertó y, al verme levantado, miró a su alrededor gritando:
¿Ya te vas?
No dije, cogiéndole las manos , pero he querido dejarte dormir. Todavía es temprano.
¿A qué hora te vas a París?
A las cuatro.
¿Tan pronto? Hasta entonces te quedarás conmigo, ¿verdad?
Pues, claro, ¿no lo hago siempre así?
¡Qué felicidad! ¿Desayunamos? prosiguió con aire distraído.
Como quieras.
¿Y luego me abrazarás bien fuerte hasta la hora de irte?
Sí, y volveré lo antes posible.
¿Volverás? dijo, mirándome con ojos extraviados.
Naturalmente.
Claro, volverás esta noche, y yo te esperaré como de costumbre, y me amarás, y seremos tan felices
como lo somos desde que nos conocemos.
Decía todas estas palabras en un tono tan entrecortado parecían ocultar un pensamiento doloroso tan
continuo, que temí a cada instante ver caer a Marguerite en el delirio.
Escucha le dije , tú estás enferma, no puedo dejarte así. Voy a escribir a mi padre que no me
espere.
¡No! ¡No! gritó bruscamente . No hagas eso. Tu padre volvería a acusarme de que te impido ir con
él cuando quiere verte. No, no, ¡tienes que ir, tienes que ir! Además no estoy enferma, me siento de
maravilla. Es que he tenido un mal sueño y no estaba bien despierta.
Desde aquel momento, Marguerite intentó mostrarse más alegre. Dejó de llorar.
Cuando llegó la hora de marcharme, la besé, y le pregunté si quería acompañarme a la estación de
ferrocarril: esperaba que el paseo la distraería y que el aire la sentaría bien.
Quería sobre todo estar con ella el mayor tiempo posible.
Aceptó, cogió un abrigo y me acompañó con Nanine para no volver sola.
Veinte veces estuve a punto de no marcharme. Pero la esperanza de volver pronto y el terror de
indisponerme de nuevo con mi padre me contuvieron, y el tren me llevó.
Hasta la noche dije a Marguerite al dejarla.
No me respondió.
Ya otra vez no me respondió a esa misma frase, y el conde de G..., como recordará usted, pasó la noche
en su casa; pero aquellos tiempos estaban tan lejos, que parecían borrados de mi memoria y, si algo temía,
no era desde luego que Marguerite me engañase.
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