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Geneviève palideció, y tomándole la mano:
—Perdóneme —murmuró— el mal que se le ha
hecho; usted me ha salvado la vida y yo he podido
ser la causa de su muerte.
—¿No es bastante recompensa haberla vuelto a
encontrar? Porque, ¿no habrá creído que buscara a
otra que no fuera usted?
—Venga
conmigo
—le
interrumpió
Geneviève—, le daré ropa limpia... Es preciso que
nuestros invitados no le vean en ese estado: sería
hacerles un reproche terrible.
54 / Alexandre Dumas
Maurice protestó por las molestias que le
causaba, pero ella aseguró que era una obligación
que cumplía con gran placer. Condujo a Maurice a
un gabinete de una elegancia y distinción que él no
esperaba encontrar en casa de un maestro curtidor,
aunque éste pareciera millonario. Ella abrió los
armarios, dijo a Maurice que cogiera lo que quisiera,
como si estuviera en su casa, y se retiró.
Cuando Maurice salió, encontró a Dixmer, que
le condujo al comedor, situado en la parte del
edificio a donde se le había conducido al principio;
la cena estaba dispuesta, pero la habitación aún
estaba vacía.
Maurice vio entrar a los seis invitados. Eran
hombres de aspecto agradable, jóvenes la mayor
parte, y vestidos a la moda; dos o tres, incluso
llevaban casaca y gorro rojo. Dixmer se los presentó
a Maurice y a continuación invitó a todos a sentarse
a la mesa.
—Y... el señor Morand —dijo tímidamente
Geneviève—, ¿no le esperamos?
—¡Ah!, es cierto. El ciudadano Morand, del que
ya le he hablado, es mi socio. Podría decirse de él
que es el encargado de la parte moral de la casa; se
encarga de la caja, las facturas y todo el papeleo. Es
quien tiene mayor trabajo de todos nosotros, por eso
se retrasa algunas veces. Voy a avisarle.
En ese momento se abrió la puerta y entró el
ciudadano Morand.
55 / Alexandre Dumas
Era un hombre pequeño, moreno, con las cejas
espesas y anteojos verdes. A las primeras palabras
que pronunció Maurice reconoció su voz como la
imperiosa y dulce que se había manifestado
partidaria de los métodos suaves durante la discusión
de la que él había sido el objeto. Vestía un traje
oscuro con grandes botones, una chaqueta de seda
blanca, y su pechera, bastante fina, estuvo
atormentada durante la cena por una mano cuya
blancura y delicadeza admiraron a Maurice.
Tomaron asiento. La cena resultaba poco común:
Dixmer tenía apetito de industrial y hacía los
honores a su mesa; los obreros, o quienes pasaban
por tales, eran dignos compañeros suyos en este
menester; el ciudadano Morand hablaba poco, comía
menos aún, no bebía casi, y reía raramente; Maurice,
quizás a causa de los recuerdos que le traía su voz,
experimentó enseguida una viva simpatía por él.
Dixmer se creyó en la obligación de explicar a
sus invitados la razón por la que un extraño se
encontraba entre ellos y, aunque no se dio muy
buena maña en la introducción del joven, su discurso
satisfizo a todos. Maurice le miraba con asombro y
no se explicaba que aquel hombre pudiera ser el
mismo que poco antes le perseguía amenazante con
una carabina en la mano. Mientras hacía estas
observaciones, sentía en el fondo de su corazón una
alegría y un dolor tan profundos que no podía
explicarse su estado de ánimo. Se encontraba, al fin,
56 / Alexandre Dumas
cerca de la bella desconocida que tanto había
buscado.
Geneviève era tal como la había entrevisto: la
realidad no había destruido el ensueño de una noche
tormentosa. Maurice se preguntaba cómo esta joven
elegante, de ojos tristes y espíritu elevado podía
sentirse satisfecha con Dixmer, un buen burgués,
rico además, pero del que la separaba una gran
distancia. Sólo hallaba una respuesta: por el amor, y
se confirmaba en la opinión que había tenido de la
joven la noche en que la encontró, cuando pensó que
regresaba de una cita amorosa.
La idea de que Geneviève amaba a un hombre
torturaba
el
corazón
de
Maurice.
En
otros
momentos, al escuchar su voz pura, dulce y
armoniosa, al interrogar su mirada, tan limpia que
parecía no temer que pudiera leerse en ella hasta el
fondo de su alma, Maurice pensaba que era
imposible que semejante criatura pudiera engañar, y
experimentaba una alegría amarga al considerar que
aquel hermoso cuerpo pertenecía al buen burgués de
sonrisa honesta y bromas vulgares.
Se hablaba de política y uno de los invitados
pidió noticias sobre los prisioneros del Temple.
A su pesar, Maurice tembló al oír el timbre de
esta voz. Había reconocido al hombre que le había
clavado su cuchillo y había votado por su muerte.
Sin embargo, este hombre despertó enseguida el
buen humor de Maurice al expresar las ideas más
patrióticas y los principios más revolucionarios. El
57 / Alexandre Dumas
hombre se asombraba de que se confiara la custodia
de los prisioneros del Temple a un consejo
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